El presente escrito reúne tres cortas semblanzas sobre la obra artística del musipoeta sinuano Joaquín Rodríguez Martínez. La primera escrita por el médico y trovador vallenato y Caribe Adrián Villamizar Zapata, la segunda por Ángel Massiris Cabeza y la tercera por el poeta y cantor cordobés del destiempo Francisco Burgos Arango.
Joaquín de las aguas
Autor: Adrián Villamizar Zapata
Un río le corre dentro.
El agua y el aire son principio y fin;
elementos que con la luz solar se combinan sine
qua non en el fundamento de todas las formas de vida.
El
agua en su viaje comunicador trae mensajes mucho más allá de un lenguaje físico
químico. Su vibración, su golpeteo arrastra memorias de todo lo que encuentra a
su paso y sensible reacciona de forma molecular a patrones vibracionales que la
interfieren en su incesante camino hacia el mar, hacia la nube, hacia el jugo
intracelular.
El
agua es todo. Vivimos por ella mas aún estamos a años luz de entender la
información cantarina que nos transmite. Afortunadamente hay privilegiados que
la interpretan desde la física cuántica y la mecánica de los cristales como el
profesor Masaru Emoto en Japón o desde la poesía natural como mi hermano
Joaquín Rodriguez Martinez en Montería.
Desde
el Nudo de Paramillo en Antioquia hasta San Bernardo del Viento, hay una avenida
mineral y vegetal que fluye sinuosa hacía el Caribe. El milenario río Sinú ha
sido cuna de las más ricas culturas aborígenes y ruta de ingreso de importantes
migraciones que han dibujado la historia social y económica de la Región
Cordobesa, influenciando a su paso las tradiciones del bajo Cauca, las sabanas
montañeras, las depresiones lacustres y el viejo Bolivar y sus costas. La
Sabana Profunda es sinuana y el río Sinú es una enciclopedia que Joaquín
Rodriguez comprende como nadie tan solo con olerlo de lejos y escuchar su
rumor.
Su
poesía desentraña los profundos misterios de remolinos y espumas; el constante
Sinú, a veces calmo, a veces bravío tiene reflejos exactos en su pluma
cantora. Se copian el uno del otro, se
ponen de acuerdo, se enferman juntos y al alimón se alegran. La naturaleza del
río es también la del Bardo que camina la hojarasca de la orilla de arboles y
cañas. Joaco es tan romántico como temible cuando escribe y su sutileza puede
viajar serena a la otra orilla y regresar cabrera de celos o de noticias
terribles.
Podrá
el poeta andar y respirar lejos del torrente, pero jamás será él sin su río
cantor. Se ha paseado por mi provincia cautivando flores con besos y rimas. Lo
han querido, lo han mimado, lo respetan, pero no lo vencen ni lo convencen. Él
es su mundo, su poesía, su entorno, su círculo primario, su río y a donde vaya
se lo llevará… Joaquín de las aguas.
Amo
la filigrana de su dulce cantar a lo más sencillo y profundo a la vez.
Agradece, da la mano a la vida, al amor, a la belleza femenina, a su familia y
me da esperanza con su ejemplo de resiliencia poética ante la frustración, el
abandono, el desamor y la enfermedad. Tal vez el amor por la justicia le
dispute a veces su encantamiento fluvial y él, combativo en sus tribunas, lo expresa
sin ambages cuando quiere.
Joaco
es un faro poético, flotante y viajero de ida y vuelta en las aguas de su río,
de su río interior.
El cantor del Sinú
Autor: Angel Massiris Cabeza
Joaquín Rodríguez Martínez es un
poeta musical o musipoeta comúnmente conocido como “el cantor
del Sinú” o “Joaquín de las aguas” como prefiere llamarlo el trovador Adrián
Pablo Villamizar en reconocimiento a su amor por el Río Sinú, el cual atraviesa
a Montería, la ciudad natal del poeta, a la que ha dedicado muchas de sus canciones. Sus composiciones
se enmarcan en la lírica romántica modernista, dado su lenguaje poético evocador, su lírica
carmínica de sublimación del amor y del dolor y su sensibilidad frente a hechos sociales que exacerban
su espíritu.
El lenguaje poético se manifiesta
en el uso de la métrica, la rima y figuras literarias tales como la metáforas,
símiles, hipérboles y prosopopeyas con las que comunica de modo estético el
mensaje lírico.
La expresión romántica del "Cantor del Sinú" se manifiesta
en los motivos y actitudes líricas predominantes en su obra litero-musical,
destacándose canciones en las que con una lírica carmínica y enunciativa
combinada, sublima el amor por la mujer, por su tierra y por su familia. Son
una muestra de esta lírica las
hermosas odas musicalizadas dedicadas a la mujer, tales como “Mujer de Ayapel”,
“Cartagenera” y “La sinuana”; otras
dedicadas a su familia como la canción de amor filial “Como voy a olvidarte”
dedicada a su madre y “Tres querubes” dedica a sus hijos; o las hermosos cantos
a su tierra: “Sinú”, “Montería”, “Remanso”, “Madrugadas cereteanas” y “Fantasía
sinuana”.
También son notables en la lírica
romántica modernista de "Joaquín de las aguas" canciones de tipo social, tales
como “la historia de Pedro Juan” en la cual describe las labores agrícolas,
“Canción de la esperanza” con la que pretende hacer tomar conciencia sobre
realidades sociales del país; la canción “Herencia negra” una profunda
reflexión sobre la cultura negra de Cartagena y “Préstame tu fusil” dedicada a
los soldados colombianos.
Asimismo el poeta le canta al
folclor, destacándose canciones tales como “Desde mi pueblo” en la que envía un mensaje sinuano de integración cultural al pueblo vallenato y tres
hermosas elegías a actores de la música vallenata y sabanera: “Inmortal” dedicada
a Diomedes Díaz”, “Murió el turpial” dedicada a Armando Moscote y “Pablito
Flórez” dedicada a este ícono de la cultura música cordobesa.
Se destacan también canciones de reflexión introspectiva mediante las cuales el cantor del Sinú comunica su mundo interior, como en la canción “Pobre Joaco” un lamento amoroso, “Cómo quisiera ser un poeta” y “Quebrado” una profunda reflexión lírica sobre lo que se siente cuando llegamos a la vejez. En esta misma línea lírica ha divulgado su última producción titulada "Mi tiempo", una canción que llega al alma por su mensaje enternecedor. Una oda al agradecimiento con la vida, la familia y los amigos. El poeta envía un mensaje esperanzador, optimista que reconforta, el cual es comunicado melodiosamente por la entonación de Fernando Mendoza y el acordeón de Carlos Alvarado. Es el tipo de canción que nos llama a la reflexión y nos producen goce, las que queremos que nunca desaparezcan arrolladas por una posmodernidad artística avasallante, destructora de lo bello y lo perdurable (ver el video).
Se destacan también canciones de reflexión introspectiva mediante las cuales el cantor del Sinú comunica su mundo interior, como en la canción “Pobre Joaco” un lamento amoroso, “Cómo quisiera ser un poeta” y “Quebrado” una profunda reflexión lírica sobre lo que se siente cuando llegamos a la vejez. En esta misma línea lírica ha divulgado su última producción titulada "Mi tiempo", una canción que llega al alma por su mensaje enternecedor. Una oda al agradecimiento con la vida, la familia y los amigos. El poeta envía un mensaje esperanzador, optimista que reconforta, el cual es comunicado melodiosamente por la entonación de Fernando Mendoza y el acordeón de Carlos Alvarado. Es el tipo de canción que nos llama a la reflexión y nos producen goce, las que queremos que nunca desaparezcan arrolladas por una posmodernidad artística avasallante, destructora de lo bello y lo perdurable (ver el video).
Joaquín Cristóbal Rodríguez Martínez: "el cantaversos"
Autor: Francisco Burgos Arango
Con Joaco nos conocimos hace muchos siglos. Pero la vida nos presentó a destiempo. Una red social sirvió de puente para que nuestros sinuosos delirios se encontraran. Publicaba yo en aquel entonces mis primeros desasosiegos sobre la ostensible deformación de la canción vallenata comercial, cuando un hermano de río y de poesía apareció en mi vida de repente y con solidaria rima. Su nombre me era familiar, algo sabía de él, de un amor tremendo por el cual casi se tira a las barrosas aguas del Sinú, y de una malcriada muñequita de algodón que por poco logra que el mar lo envenenara.
A destiempo. Él, ya retirado del fragor de los festivales, y yo empezando apenas con los míos. Varios meses estuvimos virtualmente interactuando, hasta que un 21 de marzo, día consagrado en el mundo al pergeñar poético, me invitó a un recital suyo. Recuerdo que durante su presentación se refirió a mí con generoso verbo y pidió al público que me aplaudiera. No me lo esperaba, el susto fue enorme. Soy asocial por naturaleza y sólo estaba ahí por él. ¡Mierda!, me dije, aplaudirme a mí, que nadie me conoce. El susto se transformó en vergüenza.
Hace aproximadamente doce años estreché la mano del señor Joaquín de las Aguas –como lo rebautizó tiempo después otro ser monstruosamente excepcional: El Ángel Bohemio–. Ese día, luego del recital, me lo llevé a caminar por la Avenida Primera, frente al río, su río, y una docena de cervezas sellaron lo que se convertiría en una cita semanal, todos los viernes, en las esquineras tiendas monterianas de nuestra entrañable calle 35.
Las alas misteriosas y medio grises del ángel que menciono también llegaron a mi vida de manera virtual. Me place remembrar que fui el artífice de que el penumbroso maestro de las Aguas y el serrano sol de la Nueva Trova Vallenata (o Cubanato, como prefiero seguirlo llamando) se abrazaran por primera vez en sus musicales vidas. Ocurrió en Montería, y aún recuerdo ese día con estremecimiento, porque sentí que dos fuerzas de impresionante destello se fundían en un solo verso, en una sola canción inolvidable.
La vida me regaló, pues, la amistad de ambos. Aunque debo corregir: fue la música. La música tiene un poder extraordinario. Como las mejores ficciones, esas que terminan, después de escritas, volviéndose realidad. Me pasó en el amor. Seis meses antes de conocerla me inventé en un cuento a la mujer que treinta años después aún me acompaña. Atiné en su nombre, en el lugar donde trabajaba y en su descripción corporal. Y la música es también la responsable de que un texto mío, “Trinidad” (dedicado a ellos, conmigo de polizón), haya ido a parar a mi libro “Preces del Olvido”. Olvidos que nunca olvidan.
Gracias a Joaco y a Adrián Pablo acabé comprendiendo lo que venía dándome vueltas desde hacía años: que se podía hacer con las letras de las canciones algo a lo mejor sobrenatural, elevar (o descender, que podría resultar mucho más mágico y perturbador) su nivel estético hacia el sinfín de lo impensable. En esas todavía ando, me temo que “peor” que antes, buscando esa esquiva voz que late en lo confuso… Veía en términos de contexto una limitación profunda para ello en el canto vallenato. ¿Cómo salirse de esos moldes? Joaco es una contundente respuesta desde la autonomía de su lírico paseo sinuano. Sobre el vagar de la bohemia ya he escrito páginas enteras. Le toca ahora a Joaco sufrir mis emociones.
Una vez, Joaco me dijo: “Yo no soy poeta, soy un cantaversos”. Desde ese día empecé a valorarlo mucho más. Quienes me han leído, saben de mi respeto por la poesía, y que cuando escucho que alguien se autodenomina “poeta” o es calificado como tal por alegres nimiedades, algo muy fuerte y doloroso se me remueve por dentro. Me acuerdo en el acto de tantas voces que sí fueron poéticas en verdad, menospreciadas en su época y con finales terribles. Para no hablar de eso otro tan difícil y quizá trágico que conlleva la poesía, por lo cual quienes la padecen optan por refugiarse en el silencio.
Así que una cosa es escribir letras para canciones y otra muy diferente es escribir poesía. A veces se cruzan, se coquetean, se retroalimentan. Como cuando, por ejemplo, Joaco nos muestra que “la golondrina es una mancha en el azul”. La imagen poética salta a la vista. Y es que Joaco también pinta. Es un pintor de remansos y robledales, de troncos viejos, de apasionadas lluvias. En suma: un cantor lunar en aguas reflejado. Églogas y paisajismos develan su universo, que es, como él mismo lo dice al final de uno de sus muchos sonetos: “Un inmenso Sinú de tonos grises”. Porque el bucolismo interior es otra cosa, hay mucha turbiedad en medio del regocijo, y es aquí donde el poeta (alejándose del cantaversos sin dejar de nutrirse de él) nos entrega su más bello y placible desencanto. Y yo, escritor como soy de "Tiempos grises", no tengo más remedio que sentirlo cerca.
Las canciones saben esperar, salen a flote no cuando su autor decida sino cuando ellas quieran o las circunstancias soplen a favor (Joaco resistiendo los embates de una brutal pandemia y el doctor Massiris, con El Ángel Bohemio, ideándose para él un vital merecimiento). Tiembla así en este espacio una canción de mi cosecha que acompaña esto que escribo, con la cual intenté alguna vez darle un tímido regalo de cumpleaños. Me regañó. Me prohibió divulgarla. Así de grande y noble es este amigo. La condené, por tanto, a evaporarse. Hoy incumplo mi promesa por motivos que desbordan lo voluntario: amigos en común, al escucharla, me dicen que ya es hora de que este canto, más allá de Joaco, encuentre su lugar en el mundo, su insólito destino. Los complazco.
A destiempo. Él, ya retirado del fragor de los festivales, y yo empezando apenas con los míos. Varios meses estuvimos virtualmente interactuando, hasta que un 21 de marzo, día consagrado en el mundo al pergeñar poético, me invitó a un recital suyo. Recuerdo que durante su presentación se refirió a mí con generoso verbo y pidió al público que me aplaudiera. No me lo esperaba, el susto fue enorme. Soy asocial por naturaleza y sólo estaba ahí por él. ¡Mierda!, me dije, aplaudirme a mí, que nadie me conoce. El susto se transformó en vergüenza.
Hace aproximadamente doce años estreché la mano del señor Joaquín de las Aguas –como lo rebautizó tiempo después otro ser monstruosamente excepcional: El Ángel Bohemio–. Ese día, luego del recital, me lo llevé a caminar por la Avenida Primera, frente al río, su río, y una docena de cervezas sellaron lo que se convertiría en una cita semanal, todos los viernes, en las esquineras tiendas monterianas de nuestra entrañable calle 35.
Las alas misteriosas y medio grises del ángel que menciono también llegaron a mi vida de manera virtual. Me place remembrar que fui el artífice de que el penumbroso maestro de las Aguas y el serrano sol de la Nueva Trova Vallenata (o Cubanato, como prefiero seguirlo llamando) se abrazaran por primera vez en sus musicales vidas. Ocurrió en Montería, y aún recuerdo ese día con estremecimiento, porque sentí que dos fuerzas de impresionante destello se fundían en un solo verso, en una sola canción inolvidable.
La vida me regaló, pues, la amistad de ambos. Aunque debo corregir: fue la música. La música tiene un poder extraordinario. Como las mejores ficciones, esas que terminan, después de escritas, volviéndose realidad. Me pasó en el amor. Seis meses antes de conocerla me inventé en un cuento a la mujer que treinta años después aún me acompaña. Atiné en su nombre, en el lugar donde trabajaba y en su descripción corporal. Y la música es también la responsable de que un texto mío, “Trinidad” (dedicado a ellos, conmigo de polizón), haya ido a parar a mi libro “Preces del Olvido”. Olvidos que nunca olvidan.
Gracias a Joaco y a Adrián Pablo acabé comprendiendo lo que venía dándome vueltas desde hacía años: que se podía hacer con las letras de las canciones algo a lo mejor sobrenatural, elevar (o descender, que podría resultar mucho más mágico y perturbador) su nivel estético hacia el sinfín de lo impensable. En esas todavía ando, me temo que “peor” que antes, buscando esa esquiva voz que late en lo confuso… Veía en términos de contexto una limitación profunda para ello en el canto vallenato. ¿Cómo salirse de esos moldes? Joaco es una contundente respuesta desde la autonomía de su lírico paseo sinuano. Sobre el vagar de la bohemia ya he escrito páginas enteras. Le toca ahora a Joaco sufrir mis emociones.
Una vez, Joaco me dijo: “Yo no soy poeta, soy un cantaversos”. Desde ese día empecé a valorarlo mucho más. Quienes me han leído, saben de mi respeto por la poesía, y que cuando escucho que alguien se autodenomina “poeta” o es calificado como tal por alegres nimiedades, algo muy fuerte y doloroso se me remueve por dentro. Me acuerdo en el acto de tantas voces que sí fueron poéticas en verdad, menospreciadas en su época y con finales terribles. Para no hablar de eso otro tan difícil y quizá trágico que conlleva la poesía, por lo cual quienes la padecen optan por refugiarse en el silencio.
Así que una cosa es escribir letras para canciones y otra muy diferente es escribir poesía. A veces se cruzan, se coquetean, se retroalimentan. Como cuando, por ejemplo, Joaco nos muestra que “la golondrina es una mancha en el azul”. La imagen poética salta a la vista. Y es que Joaco también pinta. Es un pintor de remansos y robledales, de troncos viejos, de apasionadas lluvias. En suma: un cantor lunar en aguas reflejado. Églogas y paisajismos develan su universo, que es, como él mismo lo dice al final de uno de sus muchos sonetos: “Un inmenso Sinú de tonos grises”. Porque el bucolismo interior es otra cosa, hay mucha turbiedad en medio del regocijo, y es aquí donde el poeta (alejándose del cantaversos sin dejar de nutrirse de él) nos entrega su más bello y placible desencanto. Y yo, escritor como soy de "Tiempos grises", no tengo más remedio que sentirlo cerca.
Las canciones saben esperar, salen a flote no cuando su autor decida sino cuando ellas quieran o las circunstancias soplen a favor (Joaco resistiendo los embates de una brutal pandemia y el doctor Massiris, con El Ángel Bohemio, ideándose para él un vital merecimiento). Tiembla así en este espacio una canción de mi cosecha que acompaña esto que escribo, con la cual intenté alguna vez darle un tímido regalo de cumpleaños. Me regañó. Me prohibió divulgarla. Así de grande y noble es este amigo. La condené, por tanto, a evaporarse. Hoy incumplo mi promesa por motivos que desbordan lo voluntario: amigos en común, al escucharla, me dicen que ya es hora de que este canto, más allá de Joaco, encuentre su lugar en el mundo, su insólito destino. Los complazco.
A Joaquín Rodríguez
Autor: Francisco Burgos Arango
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